Con esto de la vida urbana y el abandono de las áreas rurales están en peligro de extinción muchas cosas. Por ejemplo, la sabiduría que va ligada a la agricultura: esa práctica con la que los respiradores de polución apenas hemos tenido mucho más contacto que algunos experimentos escolares como el del garbanzo y el algodón, y que supone, sin que aquellos niños pasmados por la evolución del diminuto brote apenas empezaran a imaginarlo, toda una teoría vital, y muy simple: la de consumir sólo lo que puede regenerarse. Así de sencillo. Se podría materializar en el ordeñado de una vaca, o en la paciencia con las ponederas: humano, no debes comerte la gallina, sino el huevo, para que la gallina pueda poner más huevos que luego podrás comerte. No explotes en exceso, humano, una tierra que, en el futuro, porque la agricultura va siempre de la mano con el futuro, nos dará más alimento si cumplimos el facilísimo requisito de no agotarla.
Toda esta sapiencia agrícola ha quedado fuera de aquellas cabezas nuestras “de ciudad”, ésas que asocian abono con el transporte público, solarización con Man Ray e injerto con cirugía capilar, y es una pena. En tiempos como hoy, más que una pena, es una jodienda. Los dirigentes, sin ir más lejos, son unos de los muchos que deberían pasarse un par de años aprendiendo la recolecta de la coliflor o la selección de la trucha. Ellos: los mismos que parecen desdeñar cualquier refranero arcaico y prefieren otras teorías, mucho más urbanitas y neoliberales, como la de exprimirlo todo hasta dejarlo sin fruto. Ya lo hicieron invirtiendo en ladrillo y no en desarrollo e investigación, que es donde hubieran puesto los ingresos cualquier sabio labriego con los ojos atentos al futuro. Cuando el ladrillo ya está bien exprimido, ahora tocan la educación, la energía, la sanidad. Sin importar que aumenten los enfermos, los excluidos, los desesperados… Vamos, un modelo de actuación, loable según los politicos, que no sólo desprecia a los mismos ciudadanos que han pagado el sistema sino también a un elemento más abstracto -¡y vengador!- llamado futuro.
Para mí, este privatizar sin medida, este ordeñar por encima de cualquier posibilidad que ofrezca la naturaleza, me parece el mismo modo, atolondrado e irresponsable, en que se desvalija un huerto ajeno, indiferentes al hecho de que vuelva a dar frutos algún día, o la manera en la que come un niño hambriento: a dos carrillos, a puñados, a atragantaderas, sin pensar jamás en cosas como el empacho o el colesterol o, mucho menos, en si habría que guardar algo para la hora de la cena o si habría que compartir la comida con alguien: con esa urgencia descerebrada e insensata que desprecia generaciones de planificación y sabiduría. Así come un niño hambriento; así se llenan los bolsillos -y los de los colegas-, a la desesperada, los mandatarios que sospechan que su tiempo como administradores de la riqueza no va a ser eterno. Exprimiendo gallinas para montarse ellos un caldo y al resto no dejarnos ni los huevos. Alguien debería regresar al campo: o ellos, o nosotros, o todos.
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